Para entender la política y no sucumbir a ella todo ciudadano debería saber que el engaño forma parte de su naturaleza. En el Arte de la guerra, esa obra de reflexiones sobre estrategia militar, que se le atribuyen al general chino Sun Tzu, se afirma categóricamente que “todo el arte de la guerra está basado en el engaño”. La política y la guerra tienen el mismo ADN, algún pensador moderno ha dicho que la guerra es la continuación de la política por otros medios, es decir, ambas actividades están hermanadas.
Se ha dicho también que en una guerra la primer víctima siempre es la verdad. Por eso en toda búsqueda del poder político la verdad es el bien que inmediatamente suele ser destruido. Una campaña política está hecha de grandes mentiras, de hechos inventados, de hechos deformados, de ofrecimientos mentirosos, de melosos discursos que buscan manipular los estados de ánimo de los electores, de personajes construidos e inflados con mercadotecnia muy lejos de la realidad para agradar a los votantes.
Las leyes electorales no sancionan a quienes dicen mentiras, a quienes denostan o calumnian, a quienes ofrecen el cielo y las estrellas para engañar y confundir la razón y los sentimientos de los ciudadanos. Si así fuera, las multas que por ello se cobraran representarían un caudal diario de dinero suficiente, tal vez, para atender algún problema nacional. Al igual que en la guerra en la política se engaña de manera permanente; se engaña al adversario y se engaña a la sociedad y en este empeño de engañar nadie queda afuera, lo hacen las derechas, las izquierdas y los centros. Y quienes ganan lo hacen soportados en grandes dosis de engaño y de mentira, no hay ganadores que hayan construido su éxito con puras verdades.
Pero los ciudadanos, al contrario, valoramos la política desde la perspectiva de la verdad. Al ciudadano le urge que el político hable con la verdad y se conduzca ante él sin engaños, pues sabe que de no ser así las consecuencias serán fatales para su interés como ciudadano de la república. Exige que el político asuma una ética para que sus actuaciones le rindan beneficios en su vida diaria, para que lo que promete lo pueda cumplir. El ciudadano jamás aceptará el engaño como el medio fundamental para hacer política, lo repudia. Al político, en cambio, no necesariamente le interesa eso, él busca el camino más eficiente para ganar el voto, incluyendo privilegiadamente el engaño como medio para obtenerlo.
Es con el uso de estrategias de engaño, en el cumplimiento de sus duras finalidades, que llegan a chocar crudamente los adversarios políticos. El punto más tenso de ese choque se da cuando una de las partes opta por la estrategia límite y extrema de eliminar de la contienda al otro o a los otros, con tal de ganar y hacerse del poder. Es una decisión de altísimo riesgo en cualquier democracia porque esa exclusión puede deslegitimar el sentido mismo de una elección llevando al país a la confrontación, al caos y a la pérdida de las instituciones.
Si ya habíamos visto el concurso, nada edificante, de acciones engañosas por parte de todos los aspirantes presidenciales y sus fanáticos, esencialmente ofreciendo promesas inconsistentes, absurdas, y ataques a sus personas, que les habían dado un lugar en las encuestas de los meses previos, nos faltaba ser testigos de la determinación extrema de una parte de los contendientes para deshacerse de un rival, el segundo en las preferencias.
En el inestable y tenso contexto de nuestra realidad nacional el que se esté utilizando a la PGR en una coyuntura electoral crítica para armar con premura evidente un expediente, que bien pudo (si hubiera real interés en hacer justicia) abrirse antes del registro del aspirante, no deja lugar a dudas de que la motivación es política y no jurídica. El hecho es en verdad preocupante porque nos lleva a concluir que la intervención de las instituciones, comandadas por el presidente de la república, para tumbar a un contendiente, tiene el propósito de imponer una elección de estado.
El evento representa un grave riesgo para la democracia mexicana y sus poco creíbles instituciones y deja ver que en el horizonte futuro la intervención contra otros aspirantes es inminente. ¿Quiere decir que hay carpetas semejantes para tumbar a los otros? ¿Que en su momento aparecerán expedientes contra López Obrador también para tumbarlo, o bien contra Jaime Rodríguez, Ríos Piter o Margarita Zavala para forzar declinaciones, y que en el caso de aspirantes opositores a las gubernaturas veremos igualmente el uso faccioso de las instituciones para tumbar a modo los que sean necesarios, todo para que el partido en el gobierno pueda continuar en el poder?
Podemos estar en contra de las razones políticas de cualquier aspirante, como es natural en toda democracia, pero de ahí a consentir que sean eliminados de la boleta electoral es inaceptable. Lo más sano para nuestra democracia es que todos los aspirantes que lograron cumplir con las leyes para estar en la boleta electoral deben aparecer en ella. Cada uno representa ya a un sector importante de la sociedad mexicana, perseguirlos y tumbarlos sólo generará una fractura más en nuestra escéptica república que puede echar por tierra el proceso de sucesión presidencial. Deben ser los votos de los mexicanos los que decidan la suerte política de ellos y el de la nación y no la decisión monárquica de quien desde Los pinos comanda al partido en el poder. En ese sentido la intervención del INE es necesaria y oportuna, pues lo que está en juego es la propia elección presidencial y la paz social.
La mentira y el engaño se han apoderado de una gran parte de los contenidos de las campañas. El propósito es mentir, es engañar y por este medio hacerse del poder. El medio es lo de menos, según parece. Los costos tampoco importan, según parece. El problema es que no siempre se logra el propósito deseado, también se consigue exactamente lo contrario, y parece que eso es lo que está ocurriendo con el caso Anaya.